Gustavo tenía 20 años cuando recibió una patada en un partido de rugby que lo dejó postrado en una silla de ruedas. En el hospital comenzó a aferrarse a Dios y buscaba en la fe las respuestas que no tenían los médicos sobre si algún día volvería a caminar.
Originario de Carrasco, Montevideo en Uruguay; Gustavo creció con su familia, su padre era contador y su mamá ama de casa y tres hermanos. Llevaban 11 años de casados hasta que su papá falleció. Gustavo tenía entonces cinco años, y su madre tuvo que hacerse cargo de todos.
“Se tuvo que arremangar. Y nunca le vi quejarse ni llorar”, relató Sáenz, hoy con 49 años, al medio argentino Optimism.
El padre de Gustavo les heredó una actividad a él y a sus hermanos antes de irse: la colombófila (técnicas para la cría de palomas.) Cuenta cómo pasaban horas mirando al cielo buscando palomas. “Las palomas se sueltan en distintos lugares y siempre vuelven al palomar que es su casita”.
A la par encontró refugio en el deporte, le gustaban en particular el rugby y el atletismo.
Una mañana recibió una llamada de uno de sus compañeros avisándole que había un partido de rugby contra otro club y que faltaban dos jugadores. Él no quería ir pero le insistieron tanto que terminó por acceder.
En medio del partido, Gustavo quiso defender el balón arrojándose al piso; al mismo tiempo, uno de sus contrincantes intentó patear la pelota y terminó dándole una patada muy fuerte.
“Sentí un golpe en la nuca, un shock eléctrico, caí boca abajo y ya no sentí más el cuerpo. Me quise incorporar y fue imposible”. Fue llevado a urgencias.
Cuando despertó en la sala de terapia intensiva, Gustavo ya no podía mover sus extremidades. El resultado de los estudios fue que tenía dos vértebras cervicales rotas, la cuarta y la quinta, con desplazamiento del disco e impacto en la médula espinal.
A sus 20 años la vida de Gustavo había tomado otro rumbo muy diferente al que él imaginaba.
¿Cómo volvió a caminar?
La fortaleza no llegó de un momento para otro y la ayuda de Dios la obtuvo a través de una clínica en Estados Unidos donde tuvo que reaprender a vestirse solo e ir al baño, habilidades que para alguien sin discapacidad son comunes y poco valoradas.
“’A trabajar. Si quieres llorar, agarra una silla y salte al jardín a llorar todo lo que quieras’”, recuerda que le dijo una enfermera. “Sentí que no había compasión en ese tratamiento. Pero después los fui entendiendo. Hoy lo agradezco, porque me hicieron fuerte en lo mental”.
Vestirse le llegó a tomar 4 horas, después fueron tres y luego dos y media.
Regresó a Uruguay más fuerte. Ya no se planteaba volver caminar, sino cumplir objetivos a corto plazo. Así con pequeños logros eventualmente volvió parte de su movilidad.
“Un día volví a estar en pie con un bipedestador”. Para reaprender a caminar tuvo que practicar, incluso iba a una plaza comercial donde se agarraba del barandal. Cuando se cansaba, se sentaba a mirar pasar a la gente.
“La parte derecha de mi cuerpo es muy débil, no tengo músculos casi, sin embargo puedo caminar 30 cuadras gracias a un estimulador eléctrico que desarrollamos junto a un técnico en Montevideo en el año 1994. Con este estimulador viajé por decenas de países, subí al Machu Pichu, bailé en Ibiza, es como mi hermano menor que me acompaña a todos lados. Esos pequeños logros con el tiempo me hicieron ver que tengo menos, pero lo disfruto más”.
“La discapacidad me hizo pensar y analizar mucho el comportamiento de los seres humanos. A lo mejor no puedo correr, ni alzar a mi hija, pero he podido hacer otro montón de cosas y las valoro mucho más que antes”, dijo a Optimism.
28 años han pasado, dentro de los cuales tuvo una hija y un despertar en Dios que le hizo ver que había una razón para su discapacidad.
Dejó de preguntarse por qué la discapacidad, sino el para qué
Hace 3 años, Gustavo fundó una ONG que se llama El Palomar, para ayudar a niños con discapacidad, el nombre salió en homenaje a su padre.
“Cuando me accidenté me preguntaba por qué me había pasado. Hasta que un día empecé a preguntarme para qué me pasó. Arranqué por dar apoyo a chicos jóvenes, porque el 70% de los casos de accidentes de columna se da entre los 16 y 25 años, la edad donde uno no conoce el peligro y se expone más”.
El Palomar trabaja por los derechos de niños, niñas y jóvenes con discapacidad a la educación inclusiva, y el programa se implementa en instituciones de enseñanza privada, donde los acompañan en los procesos educativos de su alumnado. En su equipo de trabajo también colabora un sacerdote.
Puedes leer la entrevista original en Optimism