AL CELEBRAR UN ANIVERSARIO más de mi vida sacerdotal este 15 de agosto de 2022, contemplo a la distancia de los años aquél lejano 1981 en que, en plena fiesta de la Asunción de María, recibimos la ordenación sacerdotal en la Catedral de México de manos del Arzobispo, el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, cuatro seminaristas llenos de ilusiones, Carlos Ruíz, Ernesto Negrete, Eduardo Chávez y un servidor, Mario Ángel Flores, con la fuerza
de la juventud y la vida por delante.
La ordenación sacerdotal es una experiencia que envuelve todo nuestro ser al sentir de manera tan plena e inmediata la presencia de Dios, la luz del Espíritu Santo y el amor misericordioso de Jesús, nuestro Buen Pastor que nos llama a servir a nuestros hermanos consagrándonos para toda la vida, a pesar de nuestra pequeñez.
Todo es Don, todo es Gracia. La vocación, o dicho de otra forma, el llamado de Dios para servir en la vida
sacerdotal o la vida religiosa, se va sintiendo y escuchando interiormente, en la mente y el corazón, desde muy temprana edad. Es muy importante tener de cerca en la familia, en la parroquia o incluso en la escuela a quienes nos ayudan a entender lo que Jesús nos está pidiendo para dar la respuesta y seguirlo en el camino de la vida.
En nuestros días Dios sigue llamando a los adolescentes y jóvenes a seguir el camino de Jesús y su Evangelio, pero los ambientes de nuestro país donde más se desarrollaban los corazones generosos que daban respuesta con su propia vida, están hoy oscurecidos por la violencia del crimen organizado y la maldad de quienes impiden
el sano desarrollo de nuestra juventud. Muchos seminarios están casi vacíos no por falta de vocaciones, no por falta de jóvenes, sino por la oscuridad espiritual de quienes apagan la voz del Espíritu y la indolencia de muchos que ven con indiferencia o temor lo que sucede, autoridades, familias, escuelas y… tal vez nosotros mismos.
*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.