Decía el arzobispo Fulton J. Sheen que “al declararnos independientes de Dios nos hacemos esclavos del mundo”. Esa esclavitud no conduce, digo yo, a la negación de Dios. Está ahí, quitecito, solamente a la mano cuando las cosas se ponen feas.
¿Qué supone la esclavitud mundana? A mi juicio, hay dos cosas (en las que soy el primero en caer): la comparación y el desconsuelo. Recuerdo cuando era niño un poema que recitaba una voz engolada dentro de una canción: “Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado, pues siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú”. A las grandes, las envidiamos; a las pequeñas las despreciamos.
La comparación lleva “al peor de los pecados que un hombre puede cometer”, según Borges: no ser feliz. Desconsolados por el fracaso, porque no llegamos a dónde queríamos llegar; la endilgamos a los demás, especialmente a los cercanos, las razones de la derrota. ¿Hay salida? Seguramente no es ganar la lotería ni tener el
mejor puesto, el mejor coche, la mejor escuela… La salida, volviendo al dicho de monseñor Sheen, es la independencia del mundo y, por tanto, la dependencia de Dios.
A eso se le llama camino de santidad. “Ah, pero eso es para los curas y las monjas, ¿no?” Pues no. Es para ti y para mí. El Papa Francisco lo resume de forma sencilla: “Santidad es un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenida hasta la muerte”.
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