Construir la paz social fortaleciendo la pastoral familiar

A todos nos alarma, nos preocupa y nos ocupa, el incremento exponencial de la violencia en México, la cual, en los últimos meses, ha llegado a expresiones de crueldad insospechada.

Cotidianamente se repiten los crímenes fratricidas iniciados por Caín en contra de su hermano Abel, se elevan al cielo los gritos desesperados de seres humanos que viven vulnerados en su integridad o en sus derechos, o bien pierden la vida a causa de la violencia.

Son muchas las causas de la crisis social y humanitaria que estamos viviendo hoy en México. No me detengo ni siquiera a mencionarlas, pues ello escapa de mi competencia y de la finalidad de esta colaboración.

Solamente quisiera recordar que mucho de lo que vivimos a nivel social, tiene su origen en el interior de las familias, tantas de ellas heridas, desintegradas o desgarradas por la violencia y los conflictos internos.

No en vano, en la Arquidiócesis de México tenemos como una de las grandes prioridades y urgencias pastorales la atención integral y la evangelización a las familias.

Para muchas personas, su núcleo familiar está lejos de ser el espacio afectivo en donde se sienten respetados, acogidos e incondicionalmente amados; miles de personas son azotadas por el flagelo de la violencia intrafamiliar en sus múltiples manifestaciones a manos de las personas que más deberían respetarlas y amarlas. Y esa violencia intrafamiliar se convierte, muchas veces, en violencia social.

Si realmente deseamos trabajar en favor de la paz y la reconciliación en la sociedad, necesitamos fortalecer la pastoral familiar, comenzando por cultivar en el hogar el respeto de unos por otros, el amor, el diálogo, la reconciliación y el manejo adecuado de los conflictos.

Frente al lamentable incremento de la violencia en México, vale la pena preguntarse qué hay en el fondo del corazón de un ser humano que, con pleno conocimiento de causa, se lanza contra la integridad de otro o le arrebata la vida, muchas veces con una crueldad inenarrable.

En una persona así, casi siempre encontraremos no sólo un desequilibrio mental, sino también, como en Caín, un corazón enfermo y dividido, en lucha y rebeldía contra Dios y, en consecuencia, apostatando contra sí mismo y contra los demás. Y es probable que algunas de esas heridas hayan tenido su origen en el seno familiar.

El corazón de un victimario de sus propios familiares muchas veces es un corazón herido en el amor, incapaz de resolver sus problemas más profundos, carente de unidad y de equilibrio, incompetente en el manejo de sus impulsos y reacio para abrirse al amor humano y al amor divino.

Delante de esta realidad, los católicos no hemos de dejarnos abatir por el desaliento, pues tenemos el encargo de proclamar y ofrecer la única fuerza capaz de sanar y transformar los corazones de las personas y de las familias desde la raíz: el amor de Dios.

Necesitamos cuidar de nuestras propias familias, pero además ejercer la denuncia profética de las personas y situaciones que favorecen el desarrollo del problema, de motivar el replanteamiento de la educación, la diligencia en la impartición de justicia, la custodia de los derechos humanos, la atención subsidiaria y solidaria a las víctimas y favorecer al máximo posible que los victimarios se abran a la acción de Dios y puedan sanar las profundidades del corazón.

Por eso, ante el incremento de la violencia en México, estamos llamados a refrendar nuestro compromiso en favor de las familias. Como discípulos de Cristo, no deseamos acostumbrarnos a este panorama desolador, ni tampoco queremos evadir cómodamente una situación que parecería irremediable. El amor de Cristo nos apremia y es mucho lo que los fieles católicos podemos aportar en favor de las familias, contribuyendo así a la reconstrucción del tejido social, a la paz y a la reconciliación en México.

 

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

 

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