El viaje del Papa entra en su recta final con su vuelo al Ártico este viernes, y el Pontífice deja Quebec sin haber mencionado en ninguna ocasión a los mártires de su congregación jesuita, los 8 jesuitas misioneros del Quebec que murieron horriblemente torturados por los indios iroqueses entre 1646 y 1649.
En su alocución a clérigos y religiosos en la catedral de Quebec, Francisco sólo mencionó a un santo, François de Montmorency-Laval, de la nobleza francesa, el primer obispo de Quebec desde 1658, que murió en su cama en 1708 con 85 años. No era jesuita y fue gobernador sustituto en Quebec (es decir, gobernante, político) en un par de ocasiones.
En contraste, los mártires jesuitas torturados diez años antes de llegar este obispo, evangelizaban en salida y en la frontera, en pueblos indios remotos, sin armas, ni soldados ni ningún poder político ni económico. Solo ofrecían su acompañamiento, oración, predicación y ser amigos de todos, jefes, niños o esclavos.
Pero Francisco no los pone como ejemplo, ni los menciona en su tierra de martirio, pese a que forman parte importantísima de la tradición misionera jesuita.
Francisco parece haber querido ocultar del ojo público las terribles muertes de los mártires jesuitas, que muestran la crueldad refinada de los iroqueses (y las iroquesas: las mujeres elegían a los jefes de guerra), no sólo contra los blancos, sino contra otras tribus, como los hurones y tabaqueros, a los que exterminaron sistemáticamente.
El Canadá previo al hombre blanco no era una Arcadia feliz de armonía, sino una terrible guerra continuada llena de esclavitud, saqueo y tortura lenta, detallada y comunal.
Un grabado del siglo XVII recoge con detalle las torturas a los mártires jesuitas de Canadá.
Misioneros protectores de indios
San Francisco de Laval, primer obispo de Quebec, fue sin duda un buen obispo -creó el primer seminario del país, que se convertiría en universidad al siglo siguiente-, un buen misionero y un evangelizador tenaz.
Juan Pablo II lo beatificó en 1980. Como no llegaba el segundo milagro, necesario para la canonización, el Papa Francisco decretó en 2014 su «canonización equipolente» (o «equivalente», por fama continuada de santidad) sin necesidad de milagro, como ha hecho con varias figuras de los siglo XVI, XVII y XVIII.
Ese mismo año Francisco hizo lo mismo con el jesuita español José de Anchieta, fundador de Sao Paulo en el s.XVI. Y al año siguiente canonizó al mallorquín Junípero Serra, fundador de las misiones de California.
Todos compartían un interés para el Papa: eran civilizadores que, a la vez, eran defensores de indios. No eran mártires.
Eso no significa que el Papa oculte a todos los mártires que mueren a manos de indios: este mismo verano se han beatificado los mártires del Zenta en Argentina, españoles e indios cristianos asesinados en 1683 por indios paganos guerreros y caníbales. Pero lo que se muestra en Argentina, se oculta en Canadá.
En su mensaje al clero canadiense del jueves por la tarde, Francisco proclamó: «Recuperemos el ardor misionero de vuestro primer obispo, San François de Laval, que se enfrentó contra todos los que degradaban a los indígenas induciéndolos a consumir bebidas para engañarlos».
También alabó del santo que «abrió el Seminario en 1663 y durante todo su ministerio se dedicó a la formación de los sacerdotes».
Y finalizó su alocución con una oración dirigida al santo obispo de Laval:
Tú fuiste el hombre del compartir,
visitando a los enfermos, vistiendo a los pobres,
combatiendo por la dignidad de los pueblos originarios,
sosteniendo a los misioneros cansados,
siempre pronto a tender la mano a los que estaban peor que tú.
Cuántas veces tus proyectos fueron destrozados,
pero siempre, tú los pusiste de nuevo en pie.
Tú habías entendido que la obra de Dios no es de piedra,
y que, en esta tierra de desánimo,
era necesario un constructor de esperanza.
En canoa y raquetas de nieve, en guerra contra el alcoholismo
El tema de «reconstruir» y «volver a empezar» es un tema que Francisco ha repetido en este viaje, especialmente en su homilía de la misa del jueves en el santuario de Santa Aña, cerca de Quebec.
A los 25 años del martirio de los jesuitas, se encomendó a Laval en 1674 una diócesis recién creada de tamaño infinito: ocupaba todo territorio del continente norteamericano que no estuviera bajo control inglés o español. La recorrió en viajes de miles de kilómetros en canoa, a pie o con raquetas de nieve, desde la costa noreste canadiense hasta la Lousiana.
El obispo comprobó los efectos muy dañinos del alcohol en las comunidades indígenas. Los tramperos y comerciantes entregaban alcohol a los indios a cambio de pieles.
El obispo decretó la excomunión contra los cristianos que entregaran o vendieran alcohol a los indios, lo que le enfrentó con comerciantes, ricos y algunos gobernadores. Después de años de insistencia, logró que el rey Luis XIV prohibiera la venta de alcohol a los nativos.
En 1685, con 62 años, dimitió de su cargo de obispo, pasó un tiempo en Francia, pero luego volvió a Canadá, a apoyar a su sucesor. Allí moriría con 85 años.
Sus restos hoy descansan en la catedral de Quebec, que es donde el Papa Francisco pronunció su discurso al clero y la iglesia quebequense.